VIEJA TRIBU

Ese día dejó de pesar. Ya no era sino el producto de su presente sin vivir.

No estaba muerto, ni enfermo, no existía.

Había conseguido lo dictado por su religión sin libros.

Si antes tuvo sexo, ahora ya no quedaba nada. Ni deseo.

Había cuerpo, sin embargo, no se vivía, no se alimentaba, y si pesaba, eran solo los huesos, el esqueleto semifuncional, la piel redirigida hacia el centro, pero sin función adecuada.

Los órganos hacía tiempo que se habían autofagocitado. 

La piel cetrina se momificaba, se encurtía, se metía en conserva. Pertenecía la tribu de los muertos vivos, vigilada por los vivos muertos que controlaban la pérdida de funciones vitales.

Se consideraba que un vivo pasaba a ser de la vieja tribu cuando el corazón solo latía una vez cada jornada, y en ese temblor, el pulmón de llenaba de aire y recorría extasiado el cuerpo todo para insuflar algo de halo al mínimo ataúd que era su existencia.


Viven en un parque de atracciones al lado de una gasolinera, con condiciones adecuadas a su rápido deterioro corporal, pero siguen vivos. De noche, en el conticinio, puedes escuchar los únicos latidos de un corazón dimitido. Ocurre siempre por la noche para valorar más la luz.

En ese momento, te apetece quedarte a convivir con ellos en la sala de estar, participar de su conversación detenida, acariciar con los labios el alfabeto de la muerte. Saborear el sabor de la gasolina cercana

Pero tengo muchas cosas que hacer.

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