OPIÓFAGO



Retrato de Thomas de Quincey, autor de Confessions of an English opium-eater. (1821).

 

Cuenta Baudelaire en su estudio sobre el hachís y el vino en Los paraísos artificiales, que el gran comedor de opio, el escritor Thomas de Quincey, retirado del mundanal ruido en la región de los lagos en Inglaterra, el lugar de retiro de tantos poetas ingleses, no en vano su amigo íntimo Coleridge le había hablado antes de aquel lugar, (siguiendo este la vida retirada de la gran ciudad para curarse de una dolencia de estómago que le hacía consumir grandes cantidades de opio o de su variante líquida: el láudano), que, en su demencia alucinatoria, tras consumir una nada despreciable cantidad de opio, una noche  vino a verle un desconocido viajero a altas horas de la madrugada llamando a su puerta. Como diluviaba afuera, “it is raining cats and dogs”, le dejó pasar, y le dio cobijo esa noche y una sopa caliente. Pasó una noche intranquila De Quincey ante la presencia de aquel desconocido de origen malayo que se dirigía a Escocia desde Londres a pie. Se encontraba, por tanto, el viajero en un estado deplorable de forma, frío y aterido, empapado, “soaking wet”, pero así pasó la noche el forzado transeúnte, recostado en el suelo junto al fuego del hogar.

A la mañana siguiente, el viajero malayo siguió camino, pero antes de despedirse, De Quincey le regaló un generoso trozo de la sustancia, para los dolores del camino, (por el dolor irreversible de la úlcera de De Quincey este se hizo adicto a la droga), el malayo reconoció enseguida lo que el inglés le daba, y se comió entera la porción regalada. De Quincey se la regaló con la intención de que le durase para varias semanas.

De este hecho no se tiene constancia alguna. Ningún cadáver se encontró en el camino, aunque la cantidad de opio regalada y consumida habría bastado para tumbar a un hombre acostumbrado a la droga, fulminado por una sobredosis alucinógena de gran pureza.

Nunca se supo más de aquel viajero malayo, nunca se supo si llegaría a Inverness como era su intención, pudo apenas entender De Quincey  en el pobre inglés del desconocido.

De Quincey, cuando esto sucedió, estaba en el apogeo alucinatorio tras el consumo y le aquejaban horribles pesadillas cada noche en las cuatro o cinco horas de delirio, por lo tanto, esta visita pudo no haber ocurrido nunca. Solo queda lo escrito por él en sus memorias.

La criada que vivía en el pequeño cottage donde esto sucedió, jamás presenció esta escena ni dice recordar la visita de ningún viajero a pie.

De Quincey, por su parte, afirmó que ya entendía sin reparos la difícil filosofía kantiana .

A partir de entonces se prometió a sí mismo reducir la cantidad de droga consumida líquida o sólida.

Esa misma noche empezó a escribir su alegato del Tractatus de intellectus emendatione  sobre la filosofía de Spinoza.

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