Cena con desconocidos
Miseria del traductor
Una cena con Auster
Recogido de Césped seco
Bajo una luz indirecta y ocre, que iluminaba solo las esquinas y las puertas. En un amplio salón que apenas contenía libros. Pocas fotos, no había ningún pasado en aquella habitación. Un apartamento no demasiado grande, de soltero, de necesidad, lugar inocuo para encuentros furtivos, quizá me hubieran invitado a un espacio habitable que ellos dos no frecuentaban porque se movían torpes entre los pocos muebles, intentando poner discos que pensaban que a mí me agradarían, pero tampoco tenían por qué hacerlo, y acabaron poniendo Charlie Parker, cuando mi debilidad es Bill Evans. El traductor tampoco es muy importante, ¿no? Tampoco acertaron con el vino, quizá pensaron que, por mi origen europeo, me gustaría más el champán, pero ellos saben que no tengo gustos caros, y el champán no me gusta, detesto su esnobismo manifiesto. Me apetecía más una cerveza; ellos prepararon, creo recordar que fue él, que se anudó también un delantal que decía: Little Italy, mientras sacaba una lasaña del horno. Me quería explicar cómo la había preparado, nombrando ingredientes que yo ni siquiera escuchaba, pero ella me vio echar un rápido vistazo al envoltorio de cartón mal tirado en la basura, el plástico todavía se desenvolvía retorciéndose sobre sí mismo acusador, mientras él, Paul, me enumeraba la lista de ingredientes que figuraba en la parte de atrás del cartón, me estaba empezando a dar asco la comida y el tipo, el escritor. Me intentó contar incluso el lugar de Italia adonde él había viajado no hacía mucho y donde una señora enorme le había confiado el secreto de su rica lasaña. Me contó incluso las veces que se duchó allí y las veces que se encendió un cigarrillo, las veces que tiró la colilla a un cenicero, y todas las veces que las había tirado al mar cercano. Paul se me estaba figurando como un Samsa coleóptero en un relato mal contado.
– La puesta de sol es un cenicero de Cinzano- dije yo en español.— suena igual cuando lo desplazas por la mesa.
– Por supuesto- me repuso Auster en su inglés de Manhattan sin entender nada de lo que yo había dicho.
No había dejado de hablar en todo el rato, un monólogo insufrible sobre sus diferentes estados de ánimo, su tristeza matutina y las pastillas que tomaba para sentirse mejor: prozac, serc 16, escitalopram, sertralina, sulpirida,… Después de su disertación se durmió. Emitió un sonoro eructo y se durmió respirando estrepitosamente, dejando ver parte de una abultada barriga bajo la camisa apretada que dejaba al desnudo parte de su ombligo. Siri empezó a decirme que no le hiciese mucho caso; la medicación lo tenía aletargado, que, desde que había dejado de fumar no era igual, después de aquel éxito de Smoke tuvo que empezar a fumar de nuevo, y eso había dañado sus pulmones, y después, tuvo que seguir escribiendo para poder pagarse el tratamiento de enfisema que le había ocasionado tal ingesta de nicotina. Pero todo lo decía muy despacio y me exasperaba. Parecía a punto de dejar de existir a cada momento. Siri me sirvió otra copa de champán y me dijo que se había dado cuenta de cómo miraba a Paul mientras él nos miraba a nosotros mirando a la cocina, un triángulo de miradas del que no se había percatado nadie, menos ella, que se percata de lo que nadie se percata. Es muy astuta. Me dijo que pensase en la mujer oronda de la lasaña de la historia de Paul. Me preguntó si yo creía que era real, o que si me la imaginaba atractiva, ¿quién, la italiana?, le repuse que no, y que, además, era una historia inventada, pero me dijo que ella lo creía, aceptaba una mentira de su marido, porque Auster nunca miente, tan solo su realidad difiere de la nuestra.
¿Estás hablando de literatura o de la realidad?
Le dije: ¿Acaso no es lo mismo?
Me respondió mientras se apretaba la sien con fuerza.
Después empezó una disertación mientras Auster se tocaba la entrepierna y se ajustaba en aquel estrecho sillón, mientras su mujer se dirigía a mí en un lento inglés que me envolvía incómodamente. Me hablaba de los senos de las mujeres en la historia del arte, me preguntaba por los desnudos femeninos, ¿a que te gustan, eh?, me decía condescendiente.
Yo no dije nada, me miraba con reprobación. Me explicó que el arte lo habían construido solo los hombres para disfrute erótico de ellos mismos, y que la mujer era un mero adorno. Le repuse que no estaba de acuerdo, pero ella ya era una hidra, me forzó a levantarme, dijo que era tarde, mientras yo le decía todas las esculturas masculinas desnudas (¿para el disfrute de las mujeres?): los kurós, los efebos, las arcillas olímpicas helénicas, el Laocoonte, el Discóbolo, el Gálata moribundo, o el Ludovisi, los ignudi en la Capilla Sixtina, Adán en Durero. Apropiarse de una idea errónea—empecé a decir yo— y darla por válida y universal es solo una muestra de la ignorancia del ser humano. El arte clásico —y me refiero por clásico al arte que llega hasta el siglo XIX, momento en que se invierte el canon mimético tradicional— no está sexualizado, está en relación con la armonía y la elegancia, confieren unos valores a pesar de su desnudez, desposeídas las figuras de su carga erótica, pero nada que ver con el control del hombre sobre la mujer, o el supuesto disfrute masculino en la visión del cuerpo femenino en el arte; no me despiertan ninguna pulsión sexual las figuras de Venus naciendo del mar de Boticelli o el David de Miguel Ángel, así como tampoco en La revolución guiando al pueblo de Delacroix, pero sí aprecio en todas ellas la belleza magnífica y la proporción desproporcionada de la pulcritud artística. El sometimiento sexual por parte del hombre hacia la mujer afecta al siglo XX, debido principalmente a la publicidad cosificadora y a la pornografía atlética generalizadas, pero no tiene que ver con el arte, quizá con lo kitsch como afirmó Susan Sontag. El arte no tiene sexo, como el lenguaje, o, dicho de otra forma: el lenguaje y el sexo no siempre coinciden con el género, confundirlo, es una equivocación profunda y estructural.
Podemos observar cuanto queramos, el ojo manda. Aquello de la erótica del arte frente a la hermenéutica, debemos mirar más e interpretar menos. No quiero hablar más contigo, además, eres solo el traductor, ¿verdad?, estás—hizo una larguísima pausa de casi un minuto mientras me miraba fijamente, (aquí sentí miedo, mucho miedo)—, e-qui-vo-ca-do. Además, si te fijas, Siri, le repusé, todas las representaciones desnudas masculinas tienen un pene minúsculo, porque en la antigüedad, lo contrario, hubiese sido una demostración de un ser primitivo, un Príapo, un Onán dominado por su pasión y no por el intelecto, pero recuerdo que eso ya lo dije en el pasillo. Ni siquiera se despidió. Terminé la copa de champán, miré a la puerta de aquel apartamento y pensé en el libro que les había regalado a ambos, envuelto en un bonito papel charol, una edición del Quijote; seguro que no lo leerían. Hay gente que parece haber leído todo.
Salí del edificio convencido de que no volvería a saber de aquel matrimonio de escritores desconocidos
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