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Antepasados Se lo podían haber trabajado un poco más, sinceramente. Daría quejas a los guionistas. En cuanto los viese se lo diría. Les pondría en su sitio. Y a los de atrezzo también. Eso qué demonios era. Cómo se atrevieron a hacerlo. Es posible también que esos guionistas de entonces estén muertos ahora, estoy hablando, claro, de hace más de cuarenta años, y en momentos alternativos, no simultáneos, pero era un gran error; seguro que hay más fallos, ahora mismo no los he descubierto. Me han hecho falta cuarenta años y pensar mucho sobre mi pasado para darme cuenta del error de caracterización tan atroz de esos dos personajes secundarios. Uno se llamaba Ferreiro, decía ser gallego, y casado en segundas nupcias con tía Prudencia, viuda a su vez de mi tío abuelo Job, el hermano de mi abuelo Jonás; ella actuaba con la frialdad condescendiente de las tías no carnales, y con la dureza de las viudas ya mayores. Decían que construía Ferreiro, porque yo nunca le vi hacerlo, juguetes para niños. Él, a su vez, estaba casado en segunda nupcias con tía Prudencia. Nunca pregunté cómo se conocieron, si hubiera indagado en ese aspecto hubiese descubierto pronto la guasa. No tenían hijos. Hacía Ferreiro tirachinas con palos de madera recogidos en el bosque cercano. Pin balls fantásticos con cajas de cerveza naranja, dándole la vuelta y cubriendo los huecos con una ventanilla de cartón y una bisagra rudimentaria donde se introducían bolas saltarinas, pero solo jugué una vez a eso. Y también a los tirachinas hechos con cuellos de botella y globos de plástico de colores. Creo que no lo volví a ver nunca más, aunque se prodigaba mucho en las conversaciones familiares, quizá ya estuviese muerto en aquellas ocasiones en que era nombrado, pero ya digo, esto ocurrió hace cuatro décadas y de alguna forma habría que darle realidad al personaje. Hablaba con cierto acento gallego, pero entonces, yo era un niño, y no sabía muy bien cuál era ese acento, pero para mí, hablaba como todos los adultos, y todos decían que era gallego, además, sin embargo su apellido podría haber sido portugués, o tal vez brasileño, pero el presupuesto escueto no daba para tanto. Llevaba unas gafas de pasta con cristales verde militar, las gafas tenían estrías que veteaban sus ojillos sonrientes y su sonrisa maliciosa, quizá por ello me den aún miedo desde entonces las sonrisas de la gente mayor, bueno, en general, las sonrisas me dan miedo, nunca se saben si son de alegría, de dolor, o de espanto. Además es como ver el interior del cuerpo, las encías son la parte recubierta de piel sonrosada del hueso del cráneo. En segundo lugar, porque invierto los recuerdos a vuelapluma ahora, no obstante, el recuerdo es anterior. Debía tener yo cinco o seis años, y aparece por allí otro personaje al que le decían “el segoviano”. El segoviano no era segoviano, era primo lejano de madre, apenas un compromiso social una vez al año, y aquello, para mí, me resultaba bastante exótico. De él sí recuerdo que hablaba como la gente del norte, o como de pequeño yo pensaba que hablaba la gente del norte, rehablado y pronunciando todas las eses finales de la palabras, como dando una lección de pronunciación urgente a los que le escuchaban, aunque no dijese nada o su intención no fuese esa, porque le recuerdo también ciertos errores gramaticales ahora, como utilizar la construcción me se ha olvidado, o decir sin rubor alguno, le tuve yo, en lugar de lo tuve, que para alguien del sur, (nuestro español es mucho más correcto que el del norte leísta), sonaba a error garrafal, aunque fuese un niño entonces, pero claro, algo debía hacer él para darle credibilidad a su personaje: impostar errores, rehilar mucho las eses, decir pendolista en lugar de poeta, porque “el segoviano” era pendolista y dibujante aficionado, aunque siempre dibujaba lo mismo,(el guion, el guion), toros ensogados de aquel pueblo perdido de la Andalucía norteña donde me crié. Y algunas montañas con trazos gastados de bic punta fina negro. Rayajos y más rayajos como errores gramaticales de la pintura de un aficionado. Con él sí recuerdo haber hablado más veces, aunque fuese más pequeño y el recuerdo a veces nos mezcla el olvido, no como con Ferreiro, (con el que recuerdo solo haber hablado una vez), al menos tres veces estuve en su compañía, y le pedí una vez que me montase en unas atracciones de feria, pero no accedió, y se quedó mirando a las atracciones mientras otros niños chocaban sus autos de choque y yo miraba a los niños cómo chocaban sus autos de choque despreocupados, y se fue. No dijo adiós. Volví a verlo en ese mismo lugar años después, (fue cuando dijo lo de “pendolista”, “¿ah, entonces eres pendolista, no?”, le dijeron que dijese), exigencias tal vez del guion, no sé, pero entonces yo no le invité a un café que estábamos tomando a la orilla del río en aquel lugar en donde me había criado hacía muchísimos años y en donde él no me invitó a una mísera atracción de feria junto a un amigo de la infancia al que no volvería a ver nunca más en la vida. Llevaba siempre gafas de pasta verdes antiquísimas, de un verde militar, quizá del servicio militar que realizaría con los regulares de Melilla; se reía de forma taimada y enseñaba unos dientes medio podridos con un pelo repeinado y sucio con agua y azúcar para fijarlo y en donde las moscas venían a darse un festín opíparo. Entonces no me di cuenta, cómo hacerlo, pero Ferreiro y “el segoviano” eran la misma persona. Se creerían que no lo advertiría, que lo iba dejar pasar, pero estas cosas no se le pasan a alguien que no existe y que tiene que escribir ahora lo que recuerda de entonces. Infames bastardos. Hablaré con ellos. Joaquín Fabrellas

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