Fabricas de bisoñé Nebuloso
Tras el aumento desmedido de la
implantación capilar masificada, primero en Turquía, y más adelante en España,
con la proliferación de centro estéticos especializados en hacer crecer el
cabello a los tristes alopécicos separados, las fábricas artesanales de bisoñés
en España sufrieron una indecorosa crisis de consumo.
Nebuloso Tristia, el último artesano de
bisoñés en Romosaguas, esperaba la llamada de su mejor cliente, Trasunto
Trasmodio, pero no ocurrió nunca. Quedó sentado en su despacho-taller con la
bata blanca impoluta, la mano cerca del aparato con cable. En aquella empresa
no se usaban ordenadores ni móviles. Solo agujas, gubias, buriles para trabajar
como artesano la implantación capilar por mano del obrero en la pieza de
plástico.
La calva de Trasmodio, según palabras de
Tristia, "era de una belleza oronda y clara, se diría como de cabeza de
alfiler nacarado, de mandarina blanca". Una belleza como las de antes, una
frondosa línea capilar a los lados del cráneo, por encima de las orejas, desde
una sien hasta la otra, rodeando por completo la superficie lisa y monda de la
cabeza de Trasmodio. Nunca Trasmodio se vio capaza de hacerse un puente de pelo
de un lado a otro para esconder algo de lo que no estaba en absoluto avergonzado.
Ya no se veían calvas así. Antes, en los 80, quedarse calvo era señal de
respeto y casi de admiración social, de persona que ha trabajado mucho ya a los
treinta, y se había comprado una segunda residencia en la playa. Nadie se
maravillaba por no tener pelo.
Hoy no tener pelo es señal de que no
eres nadie en la vida, de que no te ha ido bien, de que repartes comida a tus
cincuenta años en patinete eléctrico comprado a plazos, y ya no vale con que te rapes el cuero para esconder tu
alopecia transparente, ya no vale el rasurado. Las máquinas de afeitar hicieron
su particular agosto durante años en los cuales raparse la terraza era signo de
distinción, como de haberse adaptado a los tiempos y haberse ahorrado la pasta
en falsas soluciones ingeribles, con las cuales, muchos se forraron, y otros,
solo empeoraron su salud a base de mejunjes imbebibles que nunca les
devolvieron el cabello.
Eran los noventa.
Ahora, Nebuloso Tristia, de origen
italiano, afincado en Fregenal de la Somosierra, provincia de Vasconcelos,
contemplaba como los jóvenes en edad de quedarse calvos, pasaban por delante de
su escaparte esmerilado con su nombre invertido lacado en rojo, con rapidez, sin un asomo de
calvicie, o tal vez, ya trasplantados de su propio pelo de pierna, o cogotil,
incapaces de lucir una buena calva. "Ya no tienen paciencia a esperar años
a quedarse como una bombilla", pensaba Nebuloso, ya solo querían trasplantarse en cuanto
aparecían las primeras entradas voraces. Nebuloso no hacía nada en todo el día,
no había cabello expurgo por encima de la mesa del taller o de la oficina. De
los cinco empleados que llegó a haber en Bisoñés Tristia, ahora solo quedaba
él, apenas arreglando algún bisoñé por el que no cobraba nada a clientes y
amigos vitandos, casi fallecidos ya. Casi donantes de cabello póstumo.
Tristia había inventado una modalidad de
fidelización en los sesenta, cuando el negocio iba muy bien y la demanda era de
cabello natural, de muerto, pero natural. Así creó un carnet de donante de pelo
difunto, y él tenía permiso del forense para extraer la cabellera de los
difuntos con el cuero cabelludo incluso, solo para funerales a tapa bajada. Los
primeros en llegar a la escena de un crimen para levantar el cadáver eran el
juez y Nebuloso Tristia, artesano del cabello.
Si el deceso había sido por muerte
violenta, dejaba hacer al señor juez, y después miraba él la escena para ver si
se podía reutilizar el cabello del interfecto, si había recibido un golpe en la
cabeza y presentaba herida profunda en el cuero cabelludo, ya no le valía el
producto.
Sin embargo, si la muerte había sido
apacible, o repentina, de alguien que muere fulminado tan solo por las ansias
inesperadas de la muerte, sin esperárselo, sin siquiera poder llevarse las
manos a la cabeza ante la inminencia sentida de una muerte segura, en ese caso,
Tristia sacaba de su maletín enorme el bisturí y procedía, con permiso del juez
y del forense, claro está, a extraer el cuero cabelludo completo para luego,
extirpar, pelo a pelo, todo el material capilar del finado. Eran otros tiempos,
todo era más laxo, más calmado, más apacible, y terminaban fumándose un
cigarrillo con el juez, al que le hacía también unos bisoñés de fábula, fumando
por encima del cuero cabelludo desprendido del difunto por la mano experta de
Nebu, como lo llamaban cariñosamente en Fregenal de la Somosierra, provincia de
Vasconcelos.
Antes todos eran calvos, incluso las
mujeres lucían a veces, por efectos de la menopausia, menos densidad capilar,
pero nadie decía nada. La calvicie era respetable. Ahora, como todo, nada es respetable,
o si no, miren a esos idiotas que se mueven en patinete, con gorra para
disimular su calvicie incipiente, ahorrando como pueden su salario para viajar a
Turquía a ponerse pelo.
Qué tiempos aquellos del bisoñé. En la
época victoriana, se hacían incluso tazas para no mojar los mostachos en la
taza del té. Había una especie de protector cerámico de un lado a otro de la
taza donde se servía a las cinco de la tarde la bebida hirviente, y los señores
no se mojaban el mostacho ni se les deshacía la cera con la que engolaban sus
bigotitos, la punta de los mismos.
Una mañana hacía muchos años, entró un
hombre pequeño, no más de 1´55 cm. Se quitó la gorra que le cubría la cabeza y
mostró una decente melena. Nebuloso quedó sorprendido ante tal magnitud de pelo.
Una verdadera maravilla, le dijo. El hombre pequeño le encargó casi al oído que
quería una peluca porque iba a casarse. Muy bien, le respondió Tristia, pero
dónde. Ese es el tema, repuso el hombre, nervioso, mirando a todos lados,
sospechoso tal vez de que su futura mujer pudiera escucharlo en aquel lugar
remoto.
Soy un hombre muy importante, ¿sabe? Por
eso no se puede saber que soy imberbe, no tengo ningún pelo en el cuerpo. Nunca
me ha crecido, ¿sabe?
Fue el más extraño de todos los encargos
que había recibido en su larga carrera. Tristia se puso manos a la obra con su
equipo de avanzados profesionales y le colocaron a una piel sintética que
fabricaron ellos, fina y suave, a la que fueron añadiéndole cada vello del
cuerpo humano. A nuestro hombre importante le daba pánico aparecer en el tálamo
nupcial sin pelo alguno, ¿dónde quedaría su hombría?
La operación fue bien, pero hubo algún
problema de desprendimiento de la falsa piel en la coyunda por el calor, que
despegó las partes más expuestas al roce, y se fue cayendo poco a poco hasta
que terminó el acoplamiento amoroso.
La mujer no se dio cuenta de nada, y si
se percató, una hembra francamente hermosa, la cual le sacaba casi treinta
centímetros a su minúsculo marido, no dijo nada, por aquello de la cortesía y
el pudor. Al poco quedó embarazada. Tras el parto, el bebé apareció con una
densa mata de vello por todo el cuerpo. No se preocupe, irá desapareciendo poco
a poco.
En otro momento de su
dilatada carrera, una mujer entró a pedirle una peluca, pero en su genitalia.
Entonces no se hablaba de las zonas íntimas, y la mujer, por estrés nervioso
había perdido el vello púbico. Su marido no lo sabía y quería recuperar el
vello para una posible situación o lance amatorio. Así, fabricó Tristia de
nuevo, aunque ya tenía experiencia, una fina piel, casi una muselina, ya que
debía pegarse convenientemente en dicha sea la parte, para lo cual utilizó el
dulce vello púbico de una monja fallecida de apoplejía en la provincia cercana
de Ostrense, en donde una amigo bisoñero le dio el aviso ante tan extraño
encargo.Nebuloso abrió las piernas a la monja y se dispuso con sus pinzar a
arrancarle el vello púbico. Más tarde tuvo que instalársela a la damisela en
cuestión él mismo, puesto que la mujer no podría hacerlo sola y no quería que
nadie más viese sus partes más íntimas. Nebuloso era un verdadero profesional y
nunca nadie supo nada de estos extraños casos.
Según le dijo la señora
de bisoñé púbico, su marido había quedado muy contento, ya que no notó nada
adherido aus dulce genitalia nupcial.
Hoy, muchos años
después, esperaba la llamada de Trasmodio, uno de sus últimos clientes, con más
de 80 años, calvo de una larga estirpe de calvos. Calvos sin solución, con
calvas que espejeaban en la lluvia, que traslucían las venas craneales, calvos
con historia. Pero esa llamada no se produjo.
Quitó la mano del
teléfono. Sacó su carné de donante de pelo y lo dejó encima de la mesa de su
oficina taller.
Nada merecía la pena.
Ya de noche, como en un
sueño, le pareció ver a alguien apretando la manivela de la puerta para entrar
tal vez a despedirse por última vez de la que fue su anterior vida. Sin duda,
era un optimista, ya que era un hombre de edad, sin embargo, la puerta nunca se
abrió, pero a Nebuloso le pareció entrever a Tristia, aunque algo más joven,
como alguien, que a pesar de tener más de ochenta años, se hubiese puesto una
gran cantidad de pelo humano.
Pero eso nunca lo
sabría.
Desapareció para
siempre en la lluvia a emprender una nueva y vieja vida.
J. Fabrellas
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