Limpieza de sangre

Era en uno de esos edificios medioburgueses, de entrada amplia y recién reformada con gusto dudoso de mármol y cristal, esa confluencia imposible de incierta estética, pero cuyo mármol salva porque el mármol, ya se sabe, salva de la madera, tan demodé actualmente, según los cánones televisivos de las casas de famosos anónimos, que toda la población ahora remeda en sus viviendas con números enormes, a dos colores la fachada, pero siempre con un elemento de pizarra, aunque no venga a cuento, porque la pizarra da sobriedad, bauhaus para incultos, ikealizada en revistas de construcción de principios de los 10, que ahora ya es imposible parar. La entrada era amplia, se accedía a la consulta por unas escaleras de semicaracol con un pasamanos temblequeante, te veías reflejado en un inmenso espejo de plano total que te devuelve a ti mismo frente a la cristalera subiendo, casi anónimo a una consulta de un doctor desconocido, el doctor sacasangre, especializado en la costumbre de introducir jeringuillas hipodérmicas en tu vena del antebrazo, quedársela, mirarla al microscopio y determinar qué te falta, qué niveles están fuera de lo normal, o en qué te has excedido durante las pasadas vacaciones de verano. Qué deberías empezar a probar. EL doctor sacasangre era un adelantado en las predicciones médicas, te decía si debías caminar para rebajar el colesterol, dejar el alcohol ante el aumento de las transaminasas, acariciaba la posibilidad de haber tomado más glucosa de la cuenta. Sus juicios eran perfectos, pertinentes, como un oráculo, una vez diseccionado el cadáver de la pequeña bestia interior, eviscerada la víctima propiciatoria, en este caso, tu brazo, en agravio comparativo de aquella corneja que voló siniestra en los alrededores del cabo Sunión, te pronosticaba sin fallo, en retrospectiva, sin posibilidad de desmentir su juicio, los excesos de una dieta quebradiza, débil, sin hueso. Todo allí era pasado Al entrar en aquella consulta, te introducías sin quererlo en la infancia. Toda párvula decoración era fielmente una copia de una oficina de los primeros 80. Los archivadores, las paredes falsas, mitad madera, mitad vidrio esmerilado para devolver una imagen acuosa de quien se encuentra siempre al otro lado. pomos de plástico con un botón inferior para bloquear la salida a posibles ladrones de sangre, a vampiros metódicos. El frigorífico de un solo cuerpo para guardar los restos de la sangre, parecía no funcionar desde su renqueante blancura amarilleada por un tiempo incierto. ¿Era así todo? O, ¿quizá había sido diseñado así para parecer que todo era de principios de los 80? Pero no había duda, todo había sido dejado de esa manera desde que se decoró esta oficina médica. En este lugar solo apetecía esperar, a una enfermera dudosa que no venía, posiblemente la esposa del doctor sacasangre, con una rubia permanente escardada, muslona, bata corta enseñando la pantorrilla, a otro paciente a quien debería practicarle la mínima sangría indolora, pero molesta. Tu sangre saliendo de tu brazo, lo que siempre había permanecido dentro, ahora lo ves fuera, fluyendo, manando de una mínima punción orquestada por la mano enorme del doctor sacasangre que prefiguraba una mueca de sonrisa en su boca dentada, casi cruel, casi bella. Amable. Llenar el tubo de muestras hasta más de la mitad, pensar que te están desangrando, que quizá hayan tomado más sangre de la necesaria, plaquetas, leucocitos, glóbulos rojos, oxigeníferos, todo mezclado, saliendo de tu cuerpo, fabricado por ti en la almáciga oscura de tu cuerpo, absorto en la decoración de otro tiempo, te hace pensar incluso que tienes ocho años, y que tal vez seas un niño enfermo, pasado de moda, uno de esos que no juega al fútbol. O que tiene miedo a las jeringas y cuya madre no lo espera afuera, desfasada, leyendo una revista en la interminable sala de espera del doctor sacasangre con el cigarro apoyado en el borde metálico de un cenicero repleyo de colillas y restos plásticos de pictolines consumidos con avidez por otros paciendes no presentes, pero cuya ausencia sientes cercana, casi como la tuya propia en unos minutos. Así, los sillones de un inevitable negro oficina, de un escái cuarteado por el peso de mil visitas, por los litros de sangre vertidos en tubitos transparentes, cansados de la literatura fantástico-científica del fallo inapelable del galeno sangrías, mientras que afuera, la vida transurre normal, actualizada a un ritmo cotidiano, el día de hoy, pero ¿qué era el día de hoy, qué era el tiempo actual antes de entrar por esa puerta a otro momento? Solo un ordenador enorme con una tecnología en verde, pulida en una pantalla grisácea, parpadeante, ávida de ser escrito, de declarar en binario lo que el doctor dice de manera análoga. Palabra revelada del oráculo portátil. La sangre de las víctimas de un holocausto inútil a un dios de oficina. Afuera del cuarto de extracción, una buganvilla se abraza sin remedio a una palmera afectada del picudo rojo, que tambiérn le extrae la savia de sus días enfermos, solo vive la buganvilla acaramelada al tronco rugoso. En ella, hay un nido de gorriones que delatan la luz de una mañana irreal, te recuerdan que hoy es ahora, a pesar de la superficie de formica en donde tú apoyas tu brazo, sobre las patas negrísimas de una mesa de autopsias momentáneas. Te extraen sangre y tú sonríes mirando el líquido oscuro, casi grasiento de tu interior, casi desfasado, como el mobiliario del que ya formas parte como un adulto aniñado en un oráculo que no habla. Te marchas, no miras atrás porque dudas de la existencia allí, todo ha sido un sueño, un engaño. Debes esperar los resultados. Te llegarán en unos días, tu sangre está ahora ante la atenta mirada del doctor, que la introduce en la frágil cámara frigorífica miemtras lame un resto mínimo en su muñeca, de forma imperceptible, nadie lo ha visto, pero se intuye. En unos días te dirán que tu sangre no está limpia, que pertenece a otro cuerpo, que debe haber habido un error en el muestreo, que debes volver a visitar aquel lugar sin tiempo, aquella oficina en la que entraste ya no sabes cuándo ni dónde. Te hablan de tus antepasados, de tu sangre impura, de inquisiciones, de documentos escritos en la huida una noche imposible con hogueras y tinta. Quizá ya no estés aquí, porque ardiste en la hoguera interminable de los días sin tiempo. Lo ha dicho la sangre, y nunca se equivoca.

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