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El nivel alcanzado
Ignacio Echevarría. 
Barcelona. Debate. 385 pp. 

Pone de relieve el crítico barcelonés Ignacio Echevarría, (Barcelona, 1960), la importancia de diferenciar entre el ejercicio de la crítica y la práctica del reseñismo, ese mal endémico en el que ha caído la crítica especializada estos últimos años, entre la crónica cultural y la loa, más o menos adulterada de un autor, de una obra determinada, o de una editorial que remunera al reseñista. Numerosos son los vaivenes empresariales de las grandes revistas culturales en los últimos tiempos. Así como la gran cantidad de libros que se reseñan sin apenas una consecuencia directa entre calidad y ventas o publicidad y reconocimiento.

 En cuanto a la crítica, es ya sabido que el crítico, si no tiene un medio de difusión potente que lo apoye, no es un crítico, sino un erudito; acotado quizá a sus clases de la Facultad o disertando en algún congreso especializado. 

Nos avisaba Eliot en La aventura sin fin, de la existencia de tres tipos de críticos: el profesional, el crítico del gusto y el académico. Echevarría se encuentra, a mi parecer, en el segundo grupo. Nos muestra, (por medio del compilador de este volumen, el profesor Andreu Jaume, que también firma el prólogo: “El nivel inalcanzable”), muy acertadamente, una serie de autores, en cierta medida, olvidados por la masa lectora, que, de alguna manera, recuerda a las honestas recensiones que firmara Gabriel Ferrater en Noticias de libros, teniendo en cuenta la labor editorial de Ferrater y la del propio Echevarría.

 Acordarse actualmente de autores como Wlilliam Hazlitt, o de Rudyard Kiplin, pongo por caso, un escritor que levanta pocas simpatías, por renegar de sus orígenes indios, en detrimento de la grandeza del Imperio Británico, es poco menos que una rareza, o un atrevimiento. Que además estos trabajos estén firmados, algunos, hace más de 20 años, cuando Echevarría entraba en los 40, da una idea de la seguridad teórica con la que acometía estos escritos que se desprendían de su labor editorial en ciertas ocasiones. 

Dicho esto, la labor del crítico es la de descubrir otras significaciones en un campo que está perlado por la uniformidad cultural, ahormada por las grandes casas editoriales, además del sesgo de lo políticamente correcto, que desfigura la creatividad, tanto ficcional como teórica, de la actividad literaria actual. Hablar de Kipling sin caer en el prejuicio es lo difícil. Señalar los valores que conecten su literatura con el canon, por encima de sus pocas aptitudes sociales, y buscar enlaces con otros autores, como Borges, que lo defendió, es la tarea del crítico. Un mundo de significaciones, una re-semantización de los valores culturales que toda obra posee antes de caer en el olvido. Esa es la delicadeza con la que el crítico trata la obra de autores preteridos. Autores que, por otra parte, no están presentes en la literatura actual y que deben ser tenidos en cuenta para vislumbrar el valor clásico de lo contemporáneo. 
En todos estos breves ensayos se paga un homenaje a los escritores fundamentales que configuraron el siglo XX y han ejercido su maestrazgo hasta hoy. De ahí que se hable de Schnitzler,(124) Faulkner,(162), Forster,(135), Mann,(115), Jünger,(139, 149), Musil,(91), Canetti, (340), o Benjamin,(298), sin los cuales, no puede ser entendida la escritura comprometida con la posteridad.

 Otra de las preocupaciones vertidas en El nivel alcanzado es la traducción. Problema que debe tener en cuenta el editor en todo momento, lo cual, me lleva a otra cuestión fundamental que se trasluce en estas páginas: el proceso editorial. (Proceso, a mi modo de ver, que se ha visto desfigurado por la celeridad en las nuevas y florecientes editoriales, las cuales tienen, en el número de publicaciones, su seña de identidad, para que las novedades perduren, momentáneamente, en el estante preciso de la librería). El respeto por la labor del traductor. Mientras que el editor debe leer, sin prejuicio, autores que han adoptado posiciones incómodas en la historia. Antes hablaba de Kipling, pero otro caso importante, en ese santoral laico de Echevarría, es Ernst Jünger. De Jünger se habla de la traducción de Die Waldgang, y de cómo debe ser traducido este título. No siguiendo las traducciones previas que se vertieron antes al francés o al italiano, de ahí, que se optase por La emboscadura. 

Esto da una idea del grado de compromiso que debe adoptar un editor a la hora de entender el proceso de traducción y de edición, respetando detalles que el lector medio no apreciará. Problema de traducción a veces, que puede descompensar la balanza en determinadas obras fundamentales, sobre todo, en idiomas tan objetivamente precisos como el alemán. Quedan ahí, pongo por caso, las traducciones de La muerte de Virgilio, cuya traducción literal de ciertos conceptos de Broch, lastran el desarrollo de una lectura fluida. O las numerosas utilizaciones, externas a la gramática, de Kafka, en el párrafo, o en el uso de los pronombres en alemán, que el traductor al castellano no tuvo en cuenta, según nos avisa Steiner. 

Y es que Echevarría se instala, como él mismo describe, a mi entender, en su trabajo sobre Benjamin en este libro, (uno de los autores más admirados por nuestro autor, y que mayor influencia han ejercido en el pensamiento crítico actual), dentro de la categoría de los críticos ensayistas, como vaticinaba Adorno en “El ensayo como forma”,(1957-1958), donde apostilla: «la ley formal más íntima del ensayo es la herejía. En la cosa, mediante la violación de la ortodoxia del pensamiento, se hará visible aquello que ella pretende mantener invisible y que, secretamente, constituye su fino objetivo.» Así se demuestra esta erudición ensayística, entre otros casos, en el trabajo que nos ofrece sobre Faulkner, (pp .162-170), para hablar de la pobre forma externa del estilo del americano, su dejadez estilística reconocida, que compone uno de los rasgos más significativos del autor de Misisipi. Su pasión por ese sur, a veces tan desconocido de los grandes relatos de la literatura americana, que tienen como metáfora del sueño del éxito, la única moneda de cambio, desde Mailer, hasta Nabokov, pongo por caso, o desde Bukowski a John Fante, por poner ejemplos muy extremos de una literatura más urbana que la de Faulkner, que transita esa América desconocida, alejada del brillo. Influencia que se vería después en Kerouac, con toda esa galería de desposeídos, o que Richard Avedon retrataría en su exposición sobre el sur redneck de la América profunda. 

Erudición demostrada con creces en la unión, en un principio, arbitraria, entre dos autores muy alejados en cuanto a la estética. Echevarría nos cuenta cómo llegó a comprender la dificultad de Faulkner gracias a un texto encontrado en Las semanas del jardín, de Ferlosio,(1974), donde este explica la técnica de no utilizar en la narración, ningún medio que haga entender al lector, los apuntes narrativos que debe hacer el narrador para que la historia sea entendida. Todo aquello, que de alguna manera, lo desconecta de la historia principal, porque es un pacto tácito entre el contador de historias y el que las recibe. No pertenece a esa realidad fundada en la historia que acaba en sí misma. 

Recuerdo, que Unamuno, detestaba utilizar la cursiva porque consideraba que insultaba al lector; aquiescencia lectora que lo supeditaba a un supuesto estado donde no puede entender la narración y sus diferentes fases. Aspectos narratológicos que forman parte de esa ironía dramática que  precisamos cuando nos entregamos al creador de una narración. Prescindir de todos esos rasgos externos es en donde reside la dificultad de Faulkner. 
Todos recordamos la narración en la que el personaje de El ruido y la furia, Benjy Compson se cae en un momento determinado y describe lo que ve, dice que es el mundo lo que se esta acercando a sus pies, él no cae, es el mundo el que asciende. Faulkner no llega a explicar que el idiota Benjy se cae, sino que lo vemos directamente desde su punto de vista, de ahí la dificultad faulkneriana, su dejadez en la narración.
 Este tipo de contenido es lo que muestra Echevarría en sus sabrosas posdatas, firmadas más recientemente, con motivo de la publicación de este libro.

Echevarría así se inscribe en la mejor línea de la crítica ensayística como apuntaba el maestro Steiner, (también le dedica un trabajo, pp 211-219), esa facilidad en el decir y en la comunicación de la idea; o, en la línea del mejor ensayo inglés, recuerdo también ahora al Auden más sabio disertando sobre mitología, con la sensibilidad que ofrece la lectura de un siglo que, difícilmente, volverá a repetirse.

 Disecciona la literatura del siglo XX, para establecer los caminos que se puedan volver a rastrear fácilmente por el entendido. El nivel alcanzado tiene que ver con la voluntad de rastreo del crítico y del lector, en comunión, para establecer un pacto común, retroalimentándose: lectura y escritura, como partes activas de un mismo fenómeno que las nuevas narrativas de mercado editorial, se están encargando de destruir paulatinamente. Basándose en estudios de mercado. Uniformando así el gusto estético lector en una interminable serie de sagas, la famosa frase de Benet sobre la literatura que se utiliza en el prólogo: “de pan y chocolate”. 

La responsabilidad del crítico es la de una función introductoria a una lectura que arqueologice los motivos principales de la estética y la epistemología de la literatura universal, que traduzca previamente mediante la lectura, a los ojos cansados del lector, que no sabe ya qué leer, porque de eso dependerá el nivel alcanzable de la formación de una sociedad cada vez más acrítica. Ninguneada hasta la saciedad por los engranajes discursivos del gran capital en diferentes plataformas, interfaces, que nos conectan más a la máquina y nos desposeen de nuestro propio pensamiento intuitivo. 

Joaquín Fabrellas

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